lunes, 12 de marzo de 2012

Ya llegan los personajes

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Escribo este texto sobre “Ya llegan los personajes” de Juan Domínguez, Rafael Lamata y Jaime Vallaure tras leer el artículo “El agujero de la risa” de Quim Pujol. A pesar de apreciar algunas ideas que se incluyen en él, creo que hubiera sido necesario ampliar ciertos aspectos.

Por un lado, si bien las tesis de Bergson sobre lo mecánico ligado a la vida como motor de lo cómico resultan útiles para explicar muchos fenómenos, habría que puntualizar que –como en muchas otras áreas- la complejidad de lo cómico imposibilita cualquier generalización respecto a sus mecanismos. Y si es verdad que la risa se asemeja a veces a un agujero negro, también es cierto que otras veces su efecto difiere mucho de estos. Probablemente la risa y el humor sean un gran cajón de sastre donde se relacionan cosas que en realidad poco tienen que ver entre sí.

A estos efectos serían necesarias ciertas puntualizaciones. Por ejemplo Plessner, que se cita en el texto anterior, diferencia la risa auténtica de la risa reactiva. La diferencia entre ambas estriba en que la risa reactiva no tiene una referencia externa como objeto (simplemente nos hacen cosquillas o nos suministran un gas hilarante). Mientras, en la risa “auténtica” hay una referencia externa que puede ser “no cómica” (quizás nos reímos de alivio, después de que el médico descarte un diagnóstico funesto; de nervios, etc.) o “cómica” (alguien tropieza con algo y nos parece gracioso), pero en ambos casos hay un motivo para reír y no una mera reacción fisiológica.

Dentro del ámbito del humor probablemente sólo nos interese la “risa auténtica” de tipo cómico. Su dimensión como afecto nos parece también de vital importancia. Para establecer esta relevancia dentro del contexto de “Ya llegan los personajes” primero debemos hablar de la obra en sí.

El escenario está cubierto con un linóleo blanco donde, al fondo, hay un montón de cojines rojos. Uno a uno, los tres intérpretes entran por el lateral izquierda ataviados con varias capas de ropa superpuestas, gorros, gafas de sol, pelucas… En definitiva, todos los elementos que se pueden usar para caracterizar a un personaje. Al principio parece como si no supiesen muy bien qué hacer en escena y posteriormente se desprenden poco a poco de las capas superiores hasta quedarse con un atuendo razonable. A primera vista se podría decir que pasan de “personaje” a “persona”, pero sin embargo la resonancia de la escena anterior hace que sus “personas” conserven algo de “personaje”. En efecto, en griego antiguo estos términos eran sinónimos y toda persona interpreta inevitablemente el papel de su propio personaje.

En consonancia con esto, los intérpretes pasan a presentarse al público con sus nombre reales pero, después de cada presentación, los tres intérpretes corean al unísono y de forma prolongada el nombre del que se ha presentado. A fuerza de repetirlo, el nombre pierde su significado y se convierte en un mero sonido. De esta manera, se anula todo aquello que podría asociarse con sus nombres y los intérpretes se convierten en entidades neutras y sin identidad, meros “cuerpos”. Se produce ese distanciamiento que Quim Pujol asociaba tanto con lo escénico como con lo cómico (un “estar afuera”), y por otro lado este distanciamiento desdibuja la identidad y los límites entre los cuerpos. Como veremos más tarde, esto está estrechamente relacionado con los afectos.

Pero ya que hablamos de límites los intérpretes transgreden también por primera vez la frontera entre público e intérpretes, ya que preguntan el nombre de algunos espectadores y pasan a corearlos al igual que han hecho con el suyo.

Resulta difícil no relacionar este ejercicio con “La noche electoral” de Los Torreznos, donde Rafael Lamata y Jaime Vallaure repetían obsesivamente los nombres de políticos autoritarios en un ejercicio sobre “el nombre del poder y el poder de los nombres”.

Las escenas que siguen constituyen un pequeño diccionario del humor. Mediante sus acciones los intérpretes transitan velozmente por los recursos del humor en múltiples variantes: desde el humor burdo al clown pasando por el slapstick, el nonsense, el esperpento o el humor negro. Curiosamente, como podrá atestiguar cualquier persona que haya leído un manual sobre el humor, el discurso sobre lo cómico resulta poco cómico. De esta manera, a pesar de algunos inevitables estallidos de risa esta primera parte de la obra conserva una relativa seriedad, aunque este contraste entre cómico y seriedad tiene a su vez algo de grotesco. Sin embargo, esta fracción de gravedad constituye una dimensión importante porque abre un espacio donde es posible el análisis.

La última parte de la obra carece por completo de esta seriedad. Después de una reflexión que tiene como objeto lo cómico, éste inunda la escena. Los intérpretes se sumergen en un juego infantil extremadamente eficaz que hace que todo el mundo estalle de risa y donde el público tiene la opción de involucrarse si así le apetece. Aunque todos sabemos que la razón es una dimensión del cuerpo, el tipo de humor que se emplea no apela a la racionalidad (no se trata de lo cómico como juego intelectual) y por este motivo lo físico adquiere una total prominencia. Siguiendo la descripción de la risa de Norman Holland , el “fenómeno muscular se compone de contracciones espasmódicas de los pequeños y grandes músculos cigomáticos (faciales) y de bruscas distensiones del diafragma, acompañadas de contracciones de la laringe y la epiglotis.”

Esta dimensión física de la risa es lo que permite relacionarla con el discurso sobre los afectos. Recordemos que Spinoza entiende el afecto como: “las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, ayuda o estorba la potencia de actuar del mismo cuerpo y, al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones”. Añadimos aquí una breve síntesis de Brian Massumi que ayuda también a diferenciar el afecto de la emoción: “Cuando afectas algo, al mismo tiempo te estás abriendo y puedes ser afectado a la vez de una forma ligeramente diferente al estado del momento anterior. Has llevado a cabo una transición, por pequeña que sea. Has traspasado un umbral. El afecto es el cruce del umbral, visto desde el punto de vista de la capacidad. Resulta crucial recordar que Spinoza usa esto para hablar del cuerpo (…) Debido a que está ligado a los movimientos del cuerpo no se puede reducir a una emoción”.

Si recordamos que el afecto es la transición entre dos estados determinados que transforma la capacidad de acción, podemos llegar a la simplificación explícita en el pasaje de Spinoza: un afecto “aumenta o disminuye” la potencia de actuar del mismo cuerpo. ¿De qué dependerá que un afecto aumente o disminuya la potencia de acción? Como resume Deleuze: “Spinoza asignará dos polos, alegría-tristeza, que serán para él las pasiones fundamentales, y la tristeza será toda pasión, sea cual sea, que conlleve una disminución de mi potencia de acción, y la alegría será toda pasión que conlleve un aumento de mi potencia de acción”.

Si bien “Ya llegan los personajes” se inscribe en el terreno de las pasiones alegres, en especial Juan Domínguez parece coincidir intuitivamente con este discurso por segunda vez consecutiva, lo cual denotaría una cierta ética personal. Al fin y al cabo, su anterior pieza “Blue” era una composición de afectos alegres (modificaciones del estado corporal que aumentan la potencia de actuar del cuerpo): el placer, la risa y la excitación sexual.

En el encuentro tras la presentación de esta pieza en La Porta (Barcelona) Juan Domínguez explicó que durante el proceso de creación los participantes habían calibrado la posibilidad de emplear otros afectos como el llanto pero “habían desechado esta opción porque el llanto disminuía las posibilidades, mientras que la risa las multiplicaba”, lo cual pone en evidencia la sintonía con Spinoza.

Antes he mencionado que el discurso sobre los afectos está ligado al cuestionamiento de la identidad que aparece al principio de “Ya llegan los personajes”. ¿En qué medida?

Podemos concebir el ser humano como una unidad estanca y estable (de ahí la utilidad de un solo nombre para designarla) o bien como entidad inestable y dinámica que se ve constantemente afectada por aquello que la rodea a la vez que afecta con su presencia este entorno. Ser consciente de los afectos implica reconocer estos campos gravitatorios que emitimos y a los que estamos sometidos en un vaivén constante donde resulta imposible discernir donde empieza uno y donde continúa el otro.

De hecho, en un texto que no está relacionado con “Blue” ni “Ya llegan los personajes” Juan Domínguez revela un imaginario similar mediante una ficción futurista:

Nunca imaginé (…) que los cuerpos iban dispersarse y que los autores no iban a poder contar con ellos nunca más. Bastaron 50 años para que los cuerpos se transformaran en esta especia de célula flexible y llena de líquido que ahora mismo somos. Claro que la complejidad del líquido y la información que contiene no han cambiado tanto

La imagen de esta “célula flexible y llena de líquido que ahora somos” –y que en el fondo no ha cambiado tanto respecto a lo que éramos- bien podría ilustrar esta comunidad de cuerpos donde los afectos transitan como corrientes por un líquido.

El papel de la última parte de la obra resulta complejo. Por un lado, desde una perspectiva afectiva la risa aumenta la potencia de acción del cuerpo y los espectadores abandonan el teatro en efervescencia. Por otro lado, es cierto que la risa prolongada es una avalancha que lo invade todo y eclipsa parcialmente la primera parte de la obra. En ese sentido estaríamos algo de acuerdo con la descripción de la risa como agujero negro que lo absorbe todo. Sin embargo al mismo tiempo disentimos de esta imagen ya que su perspectiva parece demasiado Hobbesiana: no siempre nos reímos de algo o alguien con desdén o, como dice Quim Pujol, para “degradarlo simbólicamente”. Y especialmente, no es el caso del final de “Ya llegan los personajes”, donde el humor no podría ser más blanco. A veces “la risa surge simplemente de una conciencia soberana de libertad” (Jeanson).

Curiosamente, quizás este sea el quid de la cuestión en relación con lo experimental. Lo experimental es aquello que se niega a someterse a ninguna regla preestablecida más allá de las que una propuesta particular considera necesarias. En este sentido, “Ya llegan los personajes” crea desacomplejadamente su propio universo. Por eso quizás la pieza trata con igual vehemencia sobre la autonomía que sobre el humor y la risa -esa conciencia soberana de libertad- la atraviesa de punta a punta, desde el principio hasta el final.

Los chicazos de Jaime Conde -Salazar

http://www.continuumlivearts.com/wp/?p=2191

Los chicazos

Los Personajes, fotografía de Cuqui Jerez

Ya llegan los personajes, de Juan Domínguez, Rafael Lamata y Jaime Vallaure. Festival In-Presentable. La Casa Encendida. Madrid. 10 y 11 de junio.


Una sala de teatro convencional. Gradas a un lado. Caja negra con suelo blanco al otro. Eso sí, luz uniforme que afecta por igual a los dos “bandos”. Al fondo de la escena una montaña de cojines rojos de Ikea, de los de a un euro. Entran los personajes: van cubiertos con mil capas de ropas, accesorios y pelucas variopintas. Casi ni se les ve la cara. Recuerdan a La Ribot antes de comenzar su streaptease Socorro, Gloria! (1993). Se van quitando todo lo que llevan puesto y lo colocan en fila en los lados de la escena. Entonces Juan Domínguez se coloca en el centro y declara “Soy Juan Domínguez”. Recuerda al comienzo de The Last Performance (1998) de Jérôme Bel. Pero la cosa cambia y enseguida el espectáculo se aleja de la gravedad ontológica que, como sugirió André Lepecki (2006: 60), nos podría haber hecho pensar en el famoso dilema de Hamlet. Basta de citas y referencias. A pesar de la trascendencia de las palabras pronunciadas, la declaración no parece ser mucho más que la excusa para comenzar. A partir de ahí, la acción se desplegando poco a poco y sin interrupciones hasta el final. Lo que ellos hacen, da un poco igual: las acciones no son especialmente significativas o necesarias. Podrían ser otras y la cosa no cambiaría demasiado. Lo interesante es que la acción (así, en singular y casi en abstracto) se convierte en el vehículo a través del que se desata un proceso que arrebata por completo a los intérpretes y que hace aparecer en escena “algo” que, bien pensado, quizás sí que tenga que ver con la declaración de Bel (¡ay!). Pero antes de intentar contar qué es ese “algo”, intento explicar lo que hacen de forma más clara. ¿Han observado alguna vez a un grupo de niños de entre 4 y 8 años jugando libremente sin que ningún adulto interrumpa o controle su juego? Si están sanos y han tenido la suerte de que sus padres no les hayan enchufado a los putos babyeinsteins, a los putos bobesponjas o a las putas videoconsolas y el juego libre no ha sido algo extraño en sus vidas, esos niños, muy probablemente comenzarán a hacer cosas en grupo. Uno de ellos, quizás accidentalmente, empezará a hacer algo pequeño y aparentemente insignificante. Poco a poco, sin que esté muy claro por qué, los demás se irán uniendo a la acción y ésta se irá transformado, fragmentando, aumentando en intensidad, desmembrando, creciendo hasta el absurdo… hasta que la acción se convierta en una expresión gratuita y gloriosa de grupo que quizás desemboque, accidentalmente, en otra nueva pequeña acción a partir de la cual se volverá a repetir el proceso. Pues bien, esto es lo que hacen Juan Domínguez, Rafael Lamata y Jaime Vallaure en el espectáculo: la declaración grave del principio desata una serie continua e hilvanada de acciones a los que ellos se entregan sin reserva y casi sin límite. La verdad, da igual si esas acciones están definidas antes, si las han ensayado o no. Lo interesante es que ese “hacer”, ese jugar sin condicionantes externos, les pone en un estado de conciencia “suficientemente” alterado como para que ante nuestros ojos de espectadores aparezca ese “algo” que mencioné antes. Y aquí llega la parte delicada. Lo que en los niños es una maravilla y supone realmente un camino de conocimiento y conquista del entorno, en los adultos puede ser síntoma de una simpleza un poco inquietante. Ver a estos tres hombres pasándoselo como enanos, perdiendo por completo los papeles, dejándose ir por el simple gozo de dejarse ir en grupo, puede ser ciertamente muy divertido, pero el hecho no es tan inocente como lo es en los niños. No me refiero a nada raro, la performance es absolutamente cotidiana. Imaginen: un grupo de amigotes en el bar o en el sofá con las cervezas, viendo el fútbol. Eso. La escena es muy graciosa de ver, ellos se lo pasan en grande y se expresan sin límites. Pero sin duda, en esa performance hay mucho más que el simple y llano “dejarse llevar” entre amigos. Imaginen que además, ese desmadre (no voy ponerme psicoanalítico, pero no me digan que la palabra no invita a dejarse llevar por un bonito desvarío simbólico…) lo sacamos del entorno cotidiano-privado y lo metemos en un escenario. La cosa se complica, ¿verdad? Lo primero que se hace evidente es que estos chicos que exhiben su desparpajo, su poderío y su gracia en un contexto profundamente connotado como el teatro, no son los señores del bar de debajo de su casa: resulta que son lo que en las culturas burguesas, capitalistas, occidentales llamamos “artistas”. Es decir, forman parte de ese gran relato que llamamos Historia del Arte. Y da la casualidad de que, precisamente ese relato, se nutre de personajes dispuestos a hacer el papel de héroes, de hombretones que no tienen miedo a nada, independientes, visionarios, geniales, que disfrutan sin límite con sus amigotes, dispuestos a romper con lo que haya que romper, dispuestos a conquistar su propia subjetividad y a mostrarla al mundo en toda su verdad y crudeza… o, dicho de forma muy ordinaria, dispuestos a poner los cojones sobre la mesa. ¿Les suena, verdad?,… los chicos del Cedar’s bar neoyorkino, Pollock lanzando pintura como poseído en la peli de Hans Namuth (1951), los coonskinners imaginados por Harold Rosenberg… Inevitablemente, dentro del teatro, esa sesión de desparrame testosterónico, se convierte en una suerte de puesta en escena de la Historia del Arte más rancia y convencional. Los “Personajes” pasándoselo pipa en escena, no están haciendo otra cosa que encarnar esa figura heroica asignada tradicionalmente al “artista-hombre” o lo que Amelia Jones tan acertada e irónicamente llama the “pollockian performative” (1998: 53 y ss.). Así, sorprendentemente, lo que, a juzgar por lo que el contexto promete, podría haber sido una oportunidad de hacer preguntas incómodas, de cuestionar de forma crítica aquello que hacemos, acaba siendo una extraña reafirmación de los aspectos más rancios, modernos y obsoletos del teatro. Los Personajes no van más allá de la celebración simple de la posición privilegiada que les ha sido asignada por la cultura: hacen lo que hacen porque ellos pueden y se les permite. Y al final, nosotros, más espectadores que los espectadores del Teatro Hägen Dasz, acabamos ante una especie de divertidísimo espectáculo antropológico en el que podemos observar como tres ejemplares de la especie “hombre-pasando-por-su-middle-age-crisis” se expresan. Con distancia, resulta gracioso.

Jaime Conde -Salazar

REFERENCIAS

-JONES, A., 1998, Body Art. Performing the Subject, University of Minnesota Press

- LEPECKI, A., 2006, Exhausting Dance, Routledge


El agujero de la risa - ¿Cuál es la relación entre lo escénico, el humor y lo contemporáneo? Una reflexión de Quim Pujol

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Lunes 13 de Junio

Este año el festival In-presentable versa sobre el humor. Teniendo en cuenta que se trata de un festival de artes en vivo en el ámbito de la contemporaneidad, ¿cómo casar estos tres ejes: la escena, el humor y lo contemporáneo?

Por un lado, basta recordar la importancia de la comedia entre los griegos para darnos cuenta de que el humor se halla ligado a los orígenes de la escena en nuestra cultura occidental. Aristóteles afirma que la palabra comedia proviene de komodia, el canto del komos, que era la muchedumbre enardecida que participaba en los ritos dionisíacos. Pero más allá de esta relación histórica quizás hay algo más que vincula de forma íntima el humor a lo escénico. En relación con estos ritos dionisíacos Peter Berger menciona en “La risa redentora” que “la experiencia de lo cómico es extática, si no en el sentido arcaico de un trance arrebatado, sí bajo la forma más suave de un ek-stasis, un “estar fuera” de los presupuestos y hábitos corrientes de la vida cotidiana”. De esta afirmación nos interesa en especial el “estar fuera” como esencia de lo cómico que determina a la vez su naturaleza escénica. Para que algo sea escénico –de ahí lo omnipresente y lo inasible de esta cualidad- basta que la conciencia se distancie un momento de la acción en la que está inmersa para observarla desde fuera y es este mismo mecanismo que se encuentra en la base de la experiencia cómica.

En consonancia con esta afirmación, en “La risa y el llanto” Helmuth Plessner retoma la caracterización de lo humano de Max Scheler, según la cual lo que diferencia a un hombre de un animal es que el hombre, además de ser un cuerpo, tiene un cuerpo. Mientras que el animal sólo puede ser, el hombre tiene un cuerpo en la medida en que puede distanciarse subjetivamente del mismo y utilizarlo conscientemente para diversos fines. En este sentido, la excentricidad del ser humano se convierte en la cualidad que le permite percibir lo cómico y a la vez ser objeto de lo cómico, ya que sólo el ser humano pertenece a diversos niveles del ser y esta experiencia múltiple de la realidad permite la percepción cómica (el “estar afuera” de Berger).

Si bien se acepta comúnmente que lo cómico está presente en la vida diaria, debido al empeño de muchos de restringir lo escénico al ámbito del teatro no está de mal recordar que lo escénico tiene la misma importancia que lo cómico en nuestro día a día –ya que es el origen mismo de este fenómeno- y de hecho constituye una dimensión básica de la existencia humana ligada a esta multiplicidad de niveles de nuestra conciencia.

Una vez establecida esta íntima relación entre humor y escena, ¿qué vínculo puede haber entre humor y contemporaneidad?

El mismo festival In-presentable nos brinda una pista con “Llámame mariachi” de María Ribot, la última obra que se presentó en la edición del 2010 y que hace de bisagra entre estos dos festivales. Pocos artistas contemporáneos han empleado el humor de forma tan concienzuda como María Ribot, cuyo trabajo implica también una reflexión sobre el mismo.

En la segunda parte de “Llámame Mariachi” María Ribot se sentaba junto con Delphine Rosay y Marie-Caroline Hominal frente a una mesa repleta de libros que alzaban en el aire y de los que extraían citas. Uno de estos libros era “La idiotie” (La idiotez) de Jean-Yves Jouannais, donde este autor afirma que “la modernidad coincidió con la invención de una risa, y ésta se impone todavía hoy como la forma más lograda de un arte gozoso y subversivo que combate las predicaciones morales de los conservativismos así como los dogmatismos de las vanguardias”. Jouannais hace un repaso histórico que recorre obras y declaraciones de Oscar Wilde, Marcel Duchamp, Hugo Ball, Martin Kippenberger, Pierrick Sorin, Stéphane Bérard, Salvador Dalí y muchos más para afirmar que

el arte decisivo de este último siglo y la idiotez son una misma cosa, que “moderno” e “idiota” son sinónimos. Siguiendo un principio de equivalencia, el primer término recupera su inocencia cuando el segundo conquista un crédito insolente de gravedad y pasión. Hay que decidir que la idiotez no es una tribu, una sub-familia, el carácter señalatorio y caricaturesco de una disidencia, de una excentricidad, sino que se revela el nombre general y aglutinador de hechos realmente modernos (…). Hay que sostener que este punto de vista es el único posible, que la idiotez no es una entrada en materia que compartiría esta facultad de penetrar el tema –el arte- junto con otras infinitas dimensiones (el cuerpo, el lirismo, el color, el escándalo…) sino la materia en sí. (…) hay que creer realmente que el arte sólo accede a su edad moderna cuando la idiotez se convierte en su principio de generación”.

Si bien el discurso de Jouannais vincula históricamente el arte moderno con lo burlesco y la capacidad de hacer el idiota –que se relacionan estrechamente con el humor y se revelan como una estrategia muy eficaz para atentar contra lo establecido- al igual que antes nos interesa no sólo un vínculo histórico sino la relación esencial entre humor y contemporaneidad.

Jouannais adelanta sin querer esta relación cuando establece que el objetivo de esta risa moderna son “las predicaciones morales de los conservativismos así como los dogmatismos de las vanguardias”. En efecto, los dogmatismos se dan en cualquier ámbito. Cualquier vanguardia que avanza huyendo de un cierto acartonamiento de la realidad corre el riesgo de cristalizar a su vez e instituir un nuevo dogmatismo que se repetirá mecánicamente –una vez ya desprovisto de todo sentido en relación con su contexto- hasta que una nueva vanguardia lo detecte y sea capaz de desplazarse hacia una posición de nuevo eficaz. La inercia desprovista de sentido, el comportamiento mecánico, he aquí lo que la contemporaneidad combate incansablemente para sumar a lo real todo lo virtual (en potencia) y lograr una complejidad que dé realmente cuenta de la intrincada experiencia humana.

Bergson demostró implacablemente en “La risa” que lo mecánico en todas sus formas es precisamente aquello que desencadena nuestra hilaridad. Ya sea en el cómico de situación (por ejemplo donde un personaje intenta forzar a otro a escucharle y este insiste mecánicamente en seguir hablando -Bergson proporciona innumerables ejemplos de las comedias clásicas francesas-), o bien en el cómico de lenguaje (donde la estructura del lenguaje se impone mecánicamente a aquello que se debería decir), o aún en el cómico de carácter (donde un cierta manera de reaccionar se repite mecánicamente sin tener en cuenta la realidad circundante –como en Don Quijote-), “es cómico todo conjunto de actos y acontecimientos que nos da, inseridas la una en el otra, la ilusión de la vida y la neta sensación de un agenciamiento mecánico”.

Naturalmente, en esta imbricación es el “agenciamiento mecánico” el que se lleva la peor parte y se ve violentado por nuestras carcajadas. De esta manera lo arrinconamos por un segundo y logramos la ficción fugaz de una vida plena exenta de inercias.

La risa es un afecto corporal que transforma sobre nuestro físico, se contagia como una onda electromagnética a nuestro alrededor contaminando los cuerpos de los demás y, en tercer lugar, es también un signo que deberá ser interpretado por quien lo perciba.

¿Qué ocurre después de la risa? ¿En qué posición queda ese “agenciamiento mecánico” ligado a la vida que nos ha hecho reír? Obviamente, una vez lo mecánico ha sido motivo de escarnio nos replanteamos –conscientemente o no- qué queda de él en nosotros y a nuestro alrededor. En cierta medida, la risa marca el tránsito de un elemento o una dinámica entre esferas distintas, y en este desplazamiento este elemento o dinámica se ve inevitablemente degradado a nivel simbólico. Tampoco resulta inusual que el objeto de la risa se vea abocado a la desaparición. Por eso la risa se asemeja también a un saco sin fondo o a un agujero negro, capaz de engullirlo todo. En vez de temer esta oscuridad magnética quizás debamos aprender a sacarle el máximo partido, escogiendo cuidadosamente aquello que queremos hacer desaparecer en su interior.

Si la risa implica desplazamiento quizás de carcajada en carcajada logremos una perpetua movilidad que nos permita comportarnos como seres vivos y podamos huir del papel de, otra metáfora de Bergson, un títere con resorte encerrado en una caja condenado al mismo gesto una y otra vez.